
En una feria del libro infantil, mis papás me compraron una colección de libros de ciencia. Había uno para aprender a hacer fósiles con impresiones de hojas, otro para aprender a observar aves, pero el que me cautivó fue el de astronomía. En este libro se explicaba lo básico para identificar lo más evidente de la bóveda celeste e incluía un manual de observación. Así que siguiendo las instrucciones lo mejor posible, le pedí un sweater de Chinconcoac a mi Papá (algo para el frío), a mi Mamá un termo para té (el manual decía café pero a mí no me dejaban tomarlo), a mi abuela unos binoculares y como no me dejaron subir a la azotea me quedé en el balcón. Esperé a que todos se fueran a dormir y con mi guía de observación di con el Cinturón de Orión (los tres reyes magos), los cuales se pueden ver perfectamente a simple vista, pero haber hecho toda la faramalla para disponerme a verlos fue sensacional. Ahora que fui a conocer el Gran Telescopio Milimétrico (GTM), tuve esa sensación infantil, de estar frente a un hecho asombroso. Estar ahí me abstrajo de todas mis ideas y me llevó a otra realidad. Percibí esa capacidad de regocijo cuando se está presenciando algo majestuoso que se revela ante nuestros ojos atónitos. ¿Qué detectará el GTM? Sí me lo explicaron pero no puedo evitar imaginar que es un objeto mágico que recibe mensajes indescriptiblemente sorprendentes provenientes de todo el universo. Sigo siendo así como era y a veces batallo con los que aún avientan sapos esperando que salga corriendo y se sorprenden con mi “extraña” osadía.
